Hace unas semanas halló una insignia de peregrino de la Edad Media, arrojada al río hace unos 600 años y que lleva la imagen de San Osmund de Salisbury
Lara Maiklem derrocha energía desde el momento en el que da los buenos días. Habla rápido, gesticula, es toda intensidad. Y, sin embargo, es capaz de pasarse horas mirando entre el barro de las orillas del Támesis en busca de tesoros, en una labor solitaria que necesita, sobre todo, paciencia, buen ojo y el conocimiento necesario para reconocer piezas con siglos de existencia. Ella es una de las más famosas de entre 1.500 personas acreditadas por la Autoridad Portuaria de Londres como «mudlarks», que son quienes buscan objetos de valor histórico, no siempre económico, en el lodazal, una actividad prohibida para el resto de la población. «Es una experiencia sensorial», explica Maiklem, que recoge aquello que a lo largo de los siglos ha caído al río, con o sin intención, y que la marea deja en sus márgenes esperando quien lo descubra.
«Esta es una forma única de ver la historia, cada objeto que encuentras cuenta algo», explica en conversación con ABC la también autora del libro «Mudlarking: Lost and Found on the River Thames», publicado por Bloomsbury el año pasado, y que es un retrato arqueológico fuera de los parámetros conocidos. Maiklem lleva 15 años desarrollando su labor con acreditación, pero su origen se remonta a su infancia en una granja. «De pequeña pasé mucho tiempo sola, en la naturaleza, y me convertí en una excelente compañía para mí misma», dice, y añade que encuentra «paz en la soledad». Fue así como al mudarse de la campiña inglesa a la metrópoli londinense cuando tenía 23 años, descubrió en las orillas del Támesis el sitio de calma que tanto echaba de menos, ya que Londres le pareció entonces «una locura». Así fue como conectó con el río, al que adora y que califica de «fascinante», ya que tiene entre sus aguas y su fondo de barro más de 2.000 años de historia.
«¡En lo que encuentro se cuentan tantas historias! Esto es una llave a otro mundo», dice emocionada, y asegura que para ella es una forma de conectar con la capital británica en un modo distinto, más allá del turismo o los altos edificios de la City.
Pero «el Támesis no es solo Londres», aclara, sino que tiene además áreas más vírgenes e inexploradas, y defiende que, aunque hace algunas décadas fue declarado biológicamente muerto, ahora es uno de los ríos urbanos más limpios del mundo, pese a que lamenta que «seguimos contaminándolo». «Es un organismo vivo, con mareas, con corrientes fuertes debajo de la superficie», un ser «en constante movimiento que estaba antes que nosotros y que seguirá corriendo después de nosotros, eterno» y en el que hay «verdaderos tesoros» del pasado, como monedas, herramientas medievales, juguetes victorianos…
Entre los objetos más sorprendentes que ha encontrado hay bombas sin explotar de la Segunda Guerra Mundial, peines de madera del siglo XVI, ojos de vidrio de principios de siglo hechos a mano y hasta «un cráneo humano que tengo aquí en casa». Las autoridades exigen a los «mudlarks» que informen de cualquier objeto que tenga más de 300 años, pero «nos permiten conservar la mayoría de las cosas que encontramos, aunque no son legalmente nuestras», y muchas acaban en los museos del país. Eso sí: no todo es precisamente bonito, ya que también ha encontrado mucha basura y hasta cadáveres, humanos y animales.
Graduada en Sociología y Antropología Social en la Universidad de Newcastle, hace unas semanas dio con uno de sus objetos más esperados: una insignia de peregrino de la Edad Media. Entonces se fabricaban y se vendían como recuerdo en los santuarios medievales que visitaban los peregrinos, entre ellos Jerusalén o Santiago de Compostela, y los viajeros las lucían con orgullo «en sus capas y sombreros». La suya fue arrojada al Támesis hace unos 600 años y lleva la imagen de San Osmund de Salisbury, patrón de los enfermos mentales. «Lo más bello es que cuando sales a buscar en el barro, nunca sabes con qué vas a regresar», concluye esta buscadora de tesoros.