Gustavo Álvarez Gardeazábal se convirtió, según él mismo dice, en el primer hombre expulsado de un cementerio sin siquiera haber muerto. Irónico, irreverente, muy a su estilo, decidió organizar un acto tan insólito como la expulsión misma: brindando con ron y vino, inauguró su propia tumba, que desde ahora lo está esperando con paciencia en el cementerio San Pedro de Medellín.
Esta historia, digna de la imaginación de un novelista como Gardeazábal, comenzó hace varios años. El escritor vallecaucano era amigo cercano de Braulio Botero, dueño del cementerio libre de Circasia, Quindío. Fundado en 1932, este se convirtió en el espacio para enterrar a quien lo dispusiera.
Los principios ideológicos o políticos del muerto no eran tenidos en cuenta. Allí cabían todos. Sin embargo, fue destruido durante La Violencia y luego restaurado en la década del 70.
Gardeazábal, amigo de don Braulio, adquirió allí un lugar en donde reposar para la eternidad. Desde eso, hace más de 30 años, pusieron fotos del escritor con la leyenda: “Aquí descansará el escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal”.
Sin embargo, el autor de El titiritero se llevó una sorpresa amarga la última vez que estuvo en Circasia: “Me aterró que el busto de Braulio (muerto en 1994), que era de mármol, lo hubieran pintado de negro. Lo mismo pasó con las águilas y los símbolos: fueron pintados de negro. Además, todas las tumbas las pintaron iguales, dejándolas uniformes”, advierte Gardeazábal.
Como un presagio de lo que pasaría, el escritor recibió una carta escueta, lacónica, en la que la administración del cementerio le comunicaba que no era posible cumplir lo pactado con Braulio y que sus restos no podrían descansar en Circasia.