Del carácter visionario de Cristóbal Colón, de su ambición colosal, han quedado testimonios tan importantes como la Historia del almirante don Cristóbal Colón, que escribió su hijo Hernando (Córdoba, 1488-Sevilla, 1539). De hecho, es a su último vástago, fruto de una relación extramatrimonial con la cordobesa Beatriz Enríquez de Arana, a quien le debemos casi todo lo que sabemos del gran descubridor.
Junto a la puerta de Goles, en la margen derecha del Guadalquivir, hacia 1530, Hernando Colón construyó una casa para albergar hasta 15.000 volúmenes con los que pretendía emular la gesta paterna: “Colón no quería llegar a Las Indias, sino encontrar una ruta para dar la vuelta a la Tierra. Hernando, por su parte, también encontró en su proyecto una forma de cerrar el mundo, a través del dominio de la información. En ambos casos, se trató de proyectos con vocación universal”, asegura Wilson-Lee. Gran parte de su vida puede explicarse por su deseo de ser digno hijo de su padre, al que adoraba. “Aunque conviene tener en cuenta –matiza el autor– que era un padre en cierto modo creado por Hernando, quien fue moldeando lenta y deliberadamente nuestra memoria colectiva de Colón hasta convertirlo en el hombre que hoy conocemos”, apunta Wilson-Lee en el libro.
Quienes visitaran la residencia del hijo del almirante –donde también albergó el jardín botánico más extenso de Europa, con especies llegadas de las Américas que aún hoy se pueden rastrear en la capital hispalense– debieron sentirse abrumados por el más extraño de los panoramas: Hernando Colón no solo se afanó en la colección de libros de todo tipo, sino que atesoró cientos de folletos, baladas impresas en una sola página destinada a las paredes de las tabernas, música impresa y todo tipo de estampas –la mayor colección jamás reunida–.