No es posible entender el siglo XX en EEUU sin asomarse lo que supo ver el fotógrafo Robert Frank, uno de los fotoperiodistas más relevantes de los últimos 70 años. Sin Frank no sabríamos bien qué es América. Exactamente sin uno de sus trabajos más hondos, alumbradores y poderosos: The Americans, una aventura gráfica, humana, plástica, crítica, espiritual y salvaje que le llevó dos años de viajes por EEUU y en la que generó un fondo de 28.000 imágenes. Era 1955 cuando comenzó la expedición y fue el momento en que asumió sus propias credenciales distanciándose de la eléctrica zona de influencia de su maestro, Walker Evans.
El ánimo de Frank iba penduleando entre el entusiasmo sobre el nacimiento de la cultura Beat y underground (fue, probablemente, quien mejor documento la experiencia Beat fascinado por el activismo del poeta Allen Ginsberg) y cada vez más crítico con la realidad de esa otra América que no salía en las revistas del colorín. De ahí nace una estética propia que alcanza cumbre en The Americans, un país que fuera del neón y la lentejuela tiene vastas extensiones tristes y solitarias, donde la vida nunca es de color. El blanco y negro se convirtió en otra de las señas de identidad de su mirada fría, descarnada y desacralizadora.
“Blanco y negro son los colores de la fotografía. Para mí simbolizan las alternativas de esperanza y la desesperación a la que la humanidad está por siempre sujeta”, decía. Robert Frank no fue nunca un fotógrafo amable. Para qué, si el mundo que le interesaba no lo era. Retratar también es denunciar. Y por qué no, a partir de ese punto de salida se llega también a ofrecer un nuevo quicio de la historia del arte americano. Frank disparaba desde ese recodo personalísimo que no ocultaba ni el hastío ni la violencia. Espacios que lo convirtieron en un tipo incómodo. “Mis fotos no están planeadas ni compuestas por adelantado, y no anticipo que el espectador comparta mi punto de vista. Sin embargo, siento si mi foto deja una imagen en su mente, algo se ha logrado”.
El cine tampoco le fue ajeno. En 1972 armó un excelente documental sobre los Rolling Stones, Cocksucker Blues, que recoge el lado más impetuoso de la banda en aquel año 72 en que sus giras alcanzaban temperatura de aquelarre, con el sexo, el alcohol y la droga como patrimonio. Aquello no gustó a los Stones, que demandaron a Frank y lograron que un juez impusiera el ‘castigo’ de restringir las proyecciones de la cinta a cinco veces al año y siempre en presencia de Frank.
En 1974 recibió el zarpado de la muerte de su hija Andrea en un accidente aéreo en Guatemala. Por entonces, el fotógrafo de origen suizo ya vivía en Canadá con su segunda mujer. La leyenda había hecho nido en él, pero el daño continuó cebándose en su biografía.