Cultura
Publicado el Jueves, 05 de Marzo del 2020

Un apostolado del arte plástico

Quienes conocieron a Víctor Humareda, reconocían a un hombre sencillo, tímido y cariñoso.

 El pintor Víctor Humareda, máxima de la plástica peruana, habitó en un cuarto del hotel Lima, a tiro de piedra de Gamarra. El 6 de marzo se cumplen 100 años de su nacimiento.

Un apostolado del arte y fetichista total de Marilyn Monroe (su odalisca de celuloide). Un pincel de los marginales que insuflaba al pálido lienzo un caudal de colores emocionantes; un carboncillo ágil –sobre mesas de bares y cafés– al que convertía en lámpara Petromax para iluminar los rostros y contornos que conformaban la cara B de Lima, escondidos tras el esmog, los chavetazos de los faites, los gritos de las ambulantes o las parejas que bailaban guarachas pegaditos en el Cinco y Medio.

Un hijo de los expresionistas franceses y españoles que vio la luz en Lampa, Puno; un descendiente de huantinos y arequipeños que daría “voz” –a pinceladas– a los migrantes que bajaban de los camiones de La Parada para remodelar los pelados cerros limeños con huainos y sueños, yaravíes y silencios.

Víctor Humareda Gallegos era del color bronce de los hijos del Ande. Fue un Peter Pan de cabellos alborotados, cuerpo breve y boca bembona. De carcajada ostentosa y rostro sudoroso.

Le aterraba por igual la muerte, no pagar el día de su hotel o que lo busquen para cobrarle impuestos. Y se convertiría en el pintor de la agreste capital. Como escribió Enrique Sánchez Hernani, Humareda era consciente “que ser mestizo y pobre en el Perú te expone a ciertos riesgos”.

Y no es exageración. A este genio del expresionismo, por su facha, aunque andaba con saco y corbata, lo botaron del Haití de Miraflores, de una galería en Camino Real y otros espacios.

Entonces el artista aprendió a posar para periodistas y fotógrafos, a ser la versión que ellos querían: el rostro extravagante, el andar chaplinesco, el sombrero de bombín, los ternos desmedidos adquiridos en Tacora. Los citaba los jueves, día de cambio de sábanas, en la habitación 283 de ese hotel sin estrellas que era atelier y morada. Se sentaba en un hambriento “sillón Sócrates”. Pero en el fondo, quienes lo conocieron, reconocían a un hombre sencillo, tímido y cariñoso.

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