Cultura
Publicado el Martes, 03 de Marzo del 2020

Ernesto Cardenal, poeta y sacerdote revolucionario

El vate nicaragüense, que falleció este domingo, concentraba dos rasgos esenciales de la identidad de su país: el espíritu de lucha por la patria amada y la pasión por la poesía

 Ernesto Cardenal murió este domingo en Managua debido a complicaciones de salud. Tenía 95 años. Fue un poeta y sacerdote revolucionario.

La religión y la poesía. La militancia y el ejercicio de un cargo público. La extensa (inmensa) labor social y cultural, el encuentro con los circuitos de poder pero –fundamentalmente– con los sectores más necesitados. Teólogo y filósofo. Escultor y revolucionario. Buceador de las profundidades del alma. La vida de Ernesto Cardenal cubre más de nueve décadas, apasionadas, intensas.

Se fue apagando recientemente, y alcanzó a recibir el perdón de la Iglesia, que le concedió el Papa Francisco, 35 años después de ser sancionado por uno de sus antecesores, Juan Pablo II. Cardenal fue la referencia obligada en el campo cultural y social de los revolucionarios sandinistas, que terminaron con la tiranía de Somoza a fines de los 70.

Pero mucho después, la nueva etapa sandinista, con el régimen autoritario y personalista impuesto por Daniel Ortega?, fue alejando a casi todos sus ex compañeros. Y con Ernesto Cardenal se ensañaron particularmente: juicios, persecuciones, difamación. Lo sufrió desde comienzos de los 90 y prácticamente hasta el final de su vida.

El autor de “Salmos”, “Oráculo sobre Managua” (1973), “Cántico cósmico” y el inmenso “Evangelio en Solentiname”, había nacido en Granada, Nicaragua, en 1925.

Allí transcurrió su infancia. Estudió con los jesuitas en el Colegio Centroamérica y, más tarde, Filosofía y Letras en la Universidad Nacional Autónoma de México.

Completó sus estudios en la Universidad de Columbia (EE.UU.) y desde 1949 viajó por Europa. En 1952 fundó una pequeña editorial de poesía (El hilo azul) y luego participó en un grupo armado que intentó atacar a Somoza (La Rebelión de Abril). Su vida dio un giro total en 1957: se hizo monje trapense e ingresó al Monsterio de Gethsemani en Kentucky EE.UU.

Allí Thomas Merton se convirtió en su maestro, consejero espiritual y amigo. “Nunca terminaré de agradecerle a Merton. Y él me aconsejó que volviera a Nicaragua y fundara la abadía de Solentiname”. También señaló que “Merton era un buscador apasionado, leía en varios idiomas y buscaba maestros espirituales de todo el mundo, desde el Dalai Lama hasta el monje budista zen Daiset Suzuki”. Cardenal siguió su camino.

Cardenal permaneció dos años en el Monasterio Benedictino de Cuernavaca, México, antes de retornar a su país. Durante la década del 60 fue activo promotor de la comunidad campesina del archipiélago de Solentiname, en el Gran Lago de Nicaragua. Allí también reafirmó su compromiso con los revolucionarios, que llegarían al poder en 1979. Designado ministro de Cultura sostuvo que “entendemos que la cultura es igual a la revolución y la nueva cultura, es el pueblo”.

Ese compromiso, o definiciones como “soy cristiano y marxista”, le valieron el enojo del Papa Juan Pablo II quien, luego de su visita a Managua (1983) lo suspendió como sacerdote. Después, aquel régimen sandinista derivó en otra cosa y Cardenal también lo padeció.

Desde principios de los 90, con el sandinismo fragmentado, Cardenal acusó: “Daniel Ortega asesinó al movimiento con sus ambiciones personales”. Prefiguraba las tendencias dictatoriales que se manifestarían años después.

Su obra nunca se detuvo. Y en 2007, disfrutó de jornadas de agasajos, homenajes y ediciones especiales de sus obras: un disco-libro, una antología (“Hidrógeno enamorada”) y la versión ilustrada de “El celular y otros poemas”. Ese mismo año había recibido el Premio Reina Sofía, de poesía iberoamericana, en el Palacio Real de Madrid.

La docente María Pérez López, de la Universidad de Salamanca, definió allí que “en la obra de Cardenal se halla no solo a un poeta, sino además al historiador, al antropólogo, al místico, al revolucionario, al científico, al que en conjunto, aspira a nombrar una verdad colectiva cuya raíz es el amor”. Cardenal le dedicó el premio “a los oprimidos y los pobres”.

Cardenal reconocía, admiraba y respetaba por igual a la ciencia y a la religión, y nunca sintió contradicciones.

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