Es diez de enero de 1910, y en la segunda página del periódico soriano “Juventud”, suelta en una esquina, aparece una modesta octavilla de Rima más bien extraña. Debajo, un nombre: Gustavo Adolfo Bécquer, que había muerto cuarenta años antes. Decía así: “Vivió quien aquí reposa / cual los que me escuchan viven. / ¡Cuán útil lección reciben / solo al mirar esta losa! / La vida más prodigiosa / La mejor felicidad / Solo hay de verdadero / Sepulcro y Eternidad”. Al poemilla, desconocido hasta entonces, no lo acompañaba ninguna explicación, y se quedó allí sin hacer mucho ruido. Tampoco era tan raro: se publicaban muchos versos en la prensa del momento...
A partir de aquí esta historia entra en el terreno de la suposición y el tanteo, y se fundamenta en la calidad del poema, que está bastante lejos del mejor Bécquer. Eso nos lleva hasta otro gigante de las letras españolas, Antonio Machado, que en 1908 recibió como regalo de bodas dos autógrafos de Bécquer, proporcionados por el segundo marido de la madre de la mujer del poeta de las golondrinas. Él los describió así: “Dos composiciones inéditas que seguramente Bécquer no hubiera publicado”. Y añade: “Yo las quemé en memoria y en honor del divino Gustavo Adolfo”.
Años después, ya en 1943, Gerardo Diego relata una experiencia parecida, tras recibir, también, dos autógrafos de Bécquer que no se ve con “derecho a imprimir”. ¿Por qué? “Alguna o algunas (Rimas) mejor hubiera sido dejarlas inéditas como sin duda lo habrá hecho el poeta a tener tiempo de disponer él mismo su testamento lírico a la posteridad”, zanja.