Francia ha sufrido una de las tragedias más graves de sus intervenciones recientes en el extranjero: trece militares muertos tras el choque accidental de dos helicópteros de combate, en Mali, durante una operación anti yihadista en el Sahel, entre el desierto del Sáhara y la sabana sudanesa.
Los militares muertos participaban en una batalla irregular contra terrorista, en el marco de la Operación Barkhane, concebida para combatir los grupúsculos y ejércitos irregulares salafistas en toda la región de Sahel, que cubre un área de 3.053.200 kilómetros cuadrados, entre el Océano Atlántico y el Mar Rojo.
Los 4.500 soldados la Operación Barkhane deben “vigilar” y “controlar” una superficie masivamente desértica seis veces superior a España (504.782 kilómetros cuadrados).
Los militares muertos “accidentalmente” en Mali formaban parte de un cuerpo de élite cuya misión estratégica es defender las minas de uranio, esenciales para la industria y la seguridad de Francia, en la frontera con Níger.
El presidente Emmanuel Macron se apresuró a publicar un comunicado oficial, en estos términos: “Enviamos en nombre de la nación un mensaje de respeto y solidaridad con nuestros soldados muertos por Francia en su duro combate contra el terrorismo, en Sahel”.
Operación Barkhane prolonga, desde 2014, las operaciones Serval y Épervier, en la misma región y con los mismos objetivos estratégicos: combatir la propagación del terrorismo musulmán y defender unas minas de uranio sencillamente capitales para la industria nuclear francesa.
Como Serval y Épervier, Barkhane tiene muchas dificultades para cumplir misiones excepcionalmente complejas: los conflictos étnicos locales, la fragilidad de los Estados de la región, Mali y Níger, Mauritania y Tchad, complica política y militarmente unas misiones tan sensibles como prolongadas en el tiempo, con resultados siempre provisionales.