Philippe Lançon fue una de las 11 personas que salieron con vida del atentado que conmocionó al mundo en 2015. Tras superar el trauma y la penosa recuperación médica ha escrito su experiencia en ‘El colgajo’, título que hace referencia al estado en el que quedó su mandíbula tras el tiroteo.
Es otro desde la mañana del 7 de enero de 2015, cuando el azar quiso que el escritor, cronista y crítico literario dirigiera su bicicleta primero a la redacción de Charlie Hebdo antes que a la de Libération, sus dos lugares de trabajo, para sumarse a la habitual reunión de consejo de los miércoles del semanario satírico. Todo fue como de costumbre, hasta que los fusiles kaláshnikov de los hermanos Kuachi sembraron el terror.
Casualmente Lançon se disponía a cambiar de vida, había aceptado una invitación de la Universidad de Princeton (EEUU) para dar clases, ya tenía el pasaje a Nueva York, donde lo esperaba Gabriela, su novia chilena. Pero lo que cambió entonces a sus 51 años fue todo.
Eso es lo que narra Lançon en El colgajo (Anagrama en castellano y Angle en catalán), el superviviente de la masacre de Charlie Hebdo que convierte en literatura íntima, sin ficción y de implacable belleza el infierno que pasó entonces y el de los nueves meses de hospitalización, curas y operaciones reconstructivas para reparar lo que se había llevada una bala: su mandíbula inferior y su boca. La obra, durísima y a la vez sutil, sin una pizca de odio ni grandilocuencia, fue publicada en Francia por Gallimard como Le Lambeaux y se convirtió en el libro de 2018, con más de 300.000 ejemplares vendidos, los Premios Femina y Especial Renaudot y múltiples traducciones.
Ese otro Philippe Lançon en un pasaje, lleno de tubos y cánulas y que sólo puede comunicarse con una pizarra, se sabe incapaz de emitir juicio, porque “el nervio que me unía a la facultad de juzgar parecía cortado, como el que me unía a la memoria”. Un crítico literario y teatral que ya no puede juzgar ni criticar parece un contrasentido, pero eso es El colgajo, una valiente e íntima suspensión del juicio ante el horror. “No es el cirujano ni el fisioterapeuta ni el psicólogo ni tampoco la escritura de este libro lo que reconstruye eso, sino el tiempo”, dice. “Eso es la vida, la capacidad de juzgar, burlarse, decir tonterías”.
Aunque Lançon aclara que la obra no tiene nada de terapéutica, reconoce que la escritura, o mejor dicho el oficio, sí que le fue de ayuda, cuando comenzó a escribir sus crónicas para Charlie Hebdo desde la cama del hospital. “Tenía más de 30 años de periodismo a cuestas y eso era como una segunda naturaleza que no perdí”, explica. “Aún con la morfina el periodista se dio cuenta de que estaba en una posición privilegiada para describir la vida intrahospitalaria. El gesto de escribir un artículo me devolvía a lo ordinario del oficio en un mundo extraordinario, en el que aún sigo instalado”, confiesa.
Con ese precedente se aventuró con El colgajo, entre junio y diciembre de 2017. “Digo que es la historia de mi nacimiento, lo que sucede es que en mi cuna había desde siempre textos, música e imágenes”, dice sobre las referencias culturales, desde Pascal o Proust a Bill Evans o Chet Baker. “No hay una línea de crítico, están ahí tal página de Kafka o tal momento de las Variaciones Goldberg de Bach como acto de vida”, aclara. La vida del “herido de guerra”, como lo definirían muchos, comenzando por el bombero que ayudó a los sanitarios a rescatarlo entre los cadáveres. Expresión que aún hoy genera un cortocircuito en la sociedad francesa. “La palabra designó la violencia del acto, le dio nombre a una entidad, porque había una guerra ahí en el centro pacífico de París, entre las calles de la Bastille y de la République, los dos símbolos de la Revolución y de la República”, explica, y va más allá, metiendo el dedo en la una llaga grande y absurda como la que tenía en su cara. “Aunque a muchos no les guste, esos dos pobres asesinos eran hijos de la República Francesa, eran el pueblo”.
Entender eso era el desafío que planteaba Lançon con la “novela”, porque no duda en llamar novela sin ficción a su testimonio, “y que el lector entendiera mi estado de alma”, dice.
¿Y qué hay del odio o del rencor? “No, nunca. Lo que sí sentí fue enfado con una parte de la izquierda francesa que intentaba explicar con la teoría del reflejo de Marx a estos jóvenes islamistas como hijos de árabes maltratados bajo un racismo de Estado. Puede que sea verdad, pero en ese momento sólo demostró la falta de tacto y el sucio orgullo de estos intelectuales de izquierda”, fustiga. “Este tipo de acontecimientos debería enseñarnos a todos un poco de modestia”.
Lançon ya no rompe en llanto cada vez que nombra a sus compañeros asesinados, maestros de las viñetas como Charb, Cabu o Tignous, pero las heridas están lejos de cicatrizarse, como aún queda lejos la reconstrucción completa de su rostro. “Me sentía más cerca de Wolinski, pero compartir los dos últimos minutos de todos ellos los convierte en mis compañeros íntimos para siempre”, dice el “último testigo”. “Vi a Bernard Maris cientos de veces, pero ninguna de ellas tiene la fuerza de la última imagen”, confiesa, recordando sus sesos esparcidos a centímetros de su propio charco de sangre. Y la “gran paradoja” del terror incomprensible, es que en lugar de acallar al semanario satírico, lo salvó de la ruina financiera. “Sin el atentado, no sé si viviría hoy Charlie”, reconoce. “Matar a la mitad de nosotros nos dio fama momentánea y un estatus de símbolos que nos permitió sobrevivir”, añade, citando “el humor negro de la vida: una prueba más de la razón de ser de Charlie”. Y cuidado porque ese mismo humor ácido se aplica a sí mismo Lançon, al recordar cómo buscaba su tarjeta de la seguridad social cuando lo trasladaban al quirófano, con la cara destrozada y al borde la muerte. “El buen ciudadano burgués sobrevive a todo”, ríe.
El elocuente título remite a la técnica quirúrgica de reconstruir una parte con otra del cuerpo: Lançon lleva parte de su peroné en la quijada. Pero también en plural es una expresión coloquial de estar “hecho pedazos” (je suis en lambeaux). “Quería relegar esta sombra de patetismo a un segundo lugar, y contar sólo la historia de la reconstrucción sin dar lecciones de política ni filosóficas”, aclara, “porque todos somos víctimas, hasta mi cirujana”.