Al filo de las ocho de la tarde del sábado ya quedaba claro que por primera vez en mucho tiempo, un mitin de Donald Trump había resultado un fracaso. Así que el director de campaña, Brad Parscale, dio la orden de desmontar un escenario en la calle con una gigantesca bandera de barras y estrellas donde el presidente iba a dirigirse a los miles de partidarios que se iban a quedar sin poder entrar al estadio, cuyo aforo máximo era de 19.000 personas. En esa calle había apenas 100 personas, y no las decenas de miles esperadas. Momentos después Trump subió el escenario de dentro, en el estadio Box de Tulsa, en Oklahoma, y volvió a arengar a los suyos por primera vez en casi cuatro meses.
Trump se ha jactado siempre de que nunca ha dado un mitin ante sillas vacías. Ya no lo puede decir. Durante su discurso del sábado por la noche, al presidente le rodeaban filas y filas de asientos azules, que para más inri es el color del Partido Demócrata en EE.UU. Las cadenas de televisión mostraban enormes huecos en el suelo, ante el estrado, y en el gallinero. Solo unas horas antes, él y Parscale se congratulaban de que habían dado más de un millón de entradas para el mitin, y montaron un escenario en la calle para que las masas pudieran ver al presidente aunque fuera solo unos momentos. Se habían puesto el listón muy alto. Demasiado.