Argentina inició este lunes la transición entre Mauricio Macri y Alberto Fernández con sensaciones contrapuestas: la esperanza que despertó la civilizada reunión, foto incluida, entre el presidente en ejercicio y el electo, y la creciente posibilidad de que la renovada fuerza política de Cristina Kirchner haga claudicar a la justicia, que la investiga en 13 causas por corrupción.
Hasta José Luis Rodríguez Zapatero fue feliz: en un viaje relámpago a la Argentina para asistir a las elecciones celebró el triunfo del peronismo, señaló a Fernández como “líder de la unidad latinoamericana” y criticó a Felipe González por el modo en que encara su relación con la región.
Argentina, un país con alto déficit cuando de diálogo político se trata, no tiene institucionalizada la relación entre presidente saliente y entrante. Si en Alemania los candidatos se reúnen a debatir en la misma noche de las elecciones y en Chile a desayunar a la mañana siguiente, el antecedente más cercano es el de Cristina Kirchner en 2015, cuando Macri ganó las elecciones: la entonces presidenta tardó días en recibirlo, se negó a entregarle el simbólico bastón de mando y no participó en la ceremonia de traspaso de poderes.