En los barrios porteños de Belgrano, Caballito y Recoleta la noche del viernes volvieron a retumbar las cacerolas. El diario “Perfil” colgaba en la Home los vídeos con el estruendo. El malestar entre la población, por un ajuste que Mauricio Macri no se atrevió a soñar, era y es evidente.
Un par de semanas bastaron para que el nuevo –y el viejo– peronismo impusiera su ley y el presidente se hiciera con una docena de competencias que pertenecen al Poder Legislativo, gracias a la “Ley de Solidaridad Social y Reactivación productiva”. Fernández aprovechó este tiempo para sacudir como una alfombra la estructura del Estado y ajustarlo a su medida. En simultáneo, envió recado a los jueces para rescatar a los suyos o de “ella”, según se mire (el exministro Julio de Vido fue excarcelado con el exsecretario de energía, Roberto Baratta). Fernández (el presidente), organizó su Consejo de Asesores con emblemas del pasado “K” como Ricardo Foster (de la disuelta Carta Abierta) o Cecilia Nicolini (coordinadora del Grupo de Puebla), ocupó portadas de la prensa que detesta –y de la fiel también– por su anuncio de un plan de lucha contra el hambre (lo mismo hizo Macri sin resultados) y sostuvo –y sostiene–, suavemente, el pulso con la mujer que comparte apellido y ansias de poder. La tensión entre ellos se libra ahora en el órgano más sensible del Estado, la Agencia Federal de Inteligencia (Afi), la misma que la viuda de Néstor Kirchner reestructuró y hasta cambió el nombre para desterrar aquellas siglas de la SIDE donde Jaime Stiuso, el espía más famoso de Argentina, pasó de ser su aliado a su enemigo íntimo. En especial, después de la muerte (asesinato según Gendarmería Nacional) del fiscal Alberto Nisman, tras acusarla de encubrir a los presuntos autores del atentado a la sede de la AMIA y la DAIA, principales instituciones política y económica, respectivamente, de Israel en Buenos Aires.
Alberto Fernández consensuó con su “número 2” los 21 ministros pero no parece que logre un acuerdo para designar al “señor 5”, como se conoce al jefe de los servicios de Inteligencia en Argentina. En su discurso de investidura, como si su pasado fuera efímero, proclamó: “Nunca más al Estado secreto. Nunca más a los sótanos de la democracia” y anunció la intervención del departamento, “algo inexplicable porque no puedes intervenir lo que es tuyo”, resume uno de los hombres de dentro del edificio que está a un puñado de pasos de la Casa Rosada.
El presidente también anunció algo insólito, el fin –salvo excepción– de los fondos reservados, “una falsa promesa porque sabe que es imposible operar sin ellos”, observa la misma fuente. El presupuesto de estas partidas, según un Fernández de euforia populista, se destinará a paliar el hambre.
Licencia exclusiva
La “intervención” de la AFI, está cargo de Cristina Camaño, presidenta de Justicia Legítima, la asociación de juristas militantes del kirchnerismo que tiene a Baltasar Garzón como uno más. Camaño llevó las riendas del Departamento de Intercepción y Captación de las Comunicaciones (Dicom) en la gestión de Alejandra Gils Carbó, la exprocuradora general ultra K (equivalente a Fiscal General del Estado) que se atrincheró en su puesto hasta diciembre del 2017. Mauricio Macri la había descrito como una persona que “no tiene autoridad moral para ejercer el cargo”.
Alberto Fernández, como exjefe de Gabinete de Néstor y de Cristina Kirchner sabe bien lo que significa tener el control absoluto de la vieja Side. Mientras gana tiempo para imponer a su titular el presidente de Argentina puso a trabajar en un proyecto de reestructuración y futuro modus operandi de la AFI, a Vilma Ibarra, su expareja, actual secretaria Legal y Técnica (puesto de máxima confianza) y a Gustavo Beliz, secretario de Asuntos Estratégicos. Éste último, ministro de Kirchner, salió despedido del cargo a los dos meses tras mostrar en cámara una fotografía de Jaime Stiuso, el espía.