La Nación (Argentina).– En los remotos poblados costeros del extremo oriente de Rusia, donde los chukchis nómadas todavía cazan morsas con arpones de marfil hechos a mano, es un ritual ofrecerles a los visitantes la pesca fresca del día.
“No la puedes rechazar –dijo Barbara Muckermann, directora de mercadotecnia de cruceros Silversea, cuyas embarcaciones atracan en esa región varias veces al año–. Compartir la comida es una parte importante de su cultura”.
Hubo una época en la que los estadounidenses que viajaban a otros países no confiaban en los platillos extranjeros, por lo que se escabullían a la seguridad de sus hoteles y sus barcos para degustar un simulacro insípido de platillos que podrían comer en su país. Sin embargo, para un número cada vez mayor de viajeros vacacionales -aquellos que tienen el privilegio de cruzar las fronteras no por necesidad, sino por placer- la comida se ha vuelto una parte esencial del encuentro con otra cultura, desde el aceite de oliva en Eslovenia hasta poi (raíz de taro machacada) en Hawai y kokoretsi (intestinos de cordero envueltos en vísceras) en Turquía.
Los viajeros de la actualidad siguen el evangelio de Anthony Bourdain, el chef y escritor irreverente cuya búsqueda universal de comida en todas sus encarnaciones (incluyendo sangre y vísceras) quedó registrada en las series de televisión A Cook’s Tour, Sin reservas y Partes desconocidas hasta su muerte, en junio de 2018.
Es común que algunos operadores turísticos pequeños, independientes y, a veces, excéntricos intenten seguir los pasos de Bourdain. Son originarios del lugar, así que pueden llevarte a la barra de tofu que está oculta dentro de una florería o con la vecina que vende tazones de pho en la sala de su casa, ubicada al final de un callejón estrecho y oscuro, en un tercer piso. Sabrás que llegaste por la cantidad de zapatos tirados en el pasillo.
No obstante, ahora los gigantes internacionales, a pesar de su destreza histórica para satisfacer a los huéspedes con bufés majestuosos y menús gastronómicos indefinidamente europeos, se están uniendo a la tendencia. Ellos también quieren saciar el “hambre especial”, descripta por la escritora gastronómica M. F. K. Fisher, que impulsa a los exploradores a ir “más allá de sus propios horizontes para subsistir o no a base de chapulines y huevos cocidos de fénix”.
Entre los contendientes de más alto perfil está Silversea, empresa con sede en Mónaco y valuada en casi 2000 millones de dólares. Hace poco forjó una alianza con Royal Caribbean, la segunda entre las líneas de cruceros más grandes del mundo, y construye una nueva embarcación con capacidad para 596 pasajeros diseñada específicamente para viajes culinarios, con una cocina de pruebas que también servirá de casa club. El lanzamiento está programado para mediados de 2020.
Construir un barco es un compromiso importante, pero el desafío más complicado, tanto para las empresas grandes como para las pequeñas, es diseñar una experiencia gastronómica grupal ordenada, cómoda y razonablemente higiénica que se sienta genuina. Existe el riesgo de convertir las tradiciones culinarias locales en simple mercancía, en particular en los países en vías de desarrollo, donde los dólares de los turistas valen mucho más.
La afluencia de peregrinos gastronómicos ya ha alterado algunos algoritmos naturales. El año pasado, en Bangkok, después de que se le otorgó una estrella Michelin a la chef Raan Jay Fai, famosa por su omelette de cangrejo, las filas de espera para una mesa en su minúsculo restaurante, en la planta baja de un pequeño edificio, eran de hasta tres horas.
A pesar de que el repunte en las ventas ha impulsado las finanzas de su negocio, la dueña –quien prepara cada omelette personalmente, con gafas de esquí para protegerse del aceite caliente– ha dicho que desearía poder devolver la estrella.