En 1962, en Estados Unidos, un pianista afroamericano muy elegante llamado Don Shirley contrató a Tony Vallelonga como su chofer y guardespaldas para que lo acompañe durante dos meses en una gira de conciertos por los estados sureños. Sabía que lo pasaría mal visitando esas ciudades racistas y por eso necesitaba un tipo rudo que lo protegiera. En el automóvil, Tony y Don llevaban un Green Book, una guía de hoteles y restaurantes donde los afroamericanos sí eran aceptados sin inconvenientes. No debían salirse de esa ruta.
Esta es la historia real de dos hombres dispares aprendiendo a convivir. Uno de ellos (Mahershala Ali) es un artista negro, muy sofisticado y que camina sobre nubes; el otro (Viggo Mortensen) un hombre de familia, de ascendencia italiana, criado en la calle y en la violencia. Ambos cargan con un estereotipo, con una etiqueta, y así es como los ven los demás.
En Tony todos ven a un charlatán, un buscapleitos, y le suelen ofrecer trabajos ligados al hampa. Nadie ve en él al tipo que trata de escribirle cartas de amor a su esposa. En el caso de Don Shirley, es un músico aplaudido cuando está en el escenario pero no puede sentarse en la misma mesa que su público blanco ni entrar a los mismos baños que ellos. Socialmente no está en la misma escala que “su gente”, que son pobres y sin oportunidades, pero la fama tampoco lo ha vuelto suficientemente blanco. Así, su viaje por la América más racista se convierte en un desafío doloroso. Para cambiar las cosas, piensa Don, alguien tiene que comenzar a dar la cara.
“Green Book” cuenta una historia muy vigente. Y ese en el fondo es su mayor drama. Aunque los afroamericanos tienen hoy los mismos derechos que todas las personas, persiste un latente desprecio y discriminación que ha sido exacerbado durante el gobierno de Donald Trump. El problema está en que a la película le sobran mensajes bienintencionados, no hay sutilezas para dar lecciones de buena vecindad, el discurso de persistir por “un mundo feliz” gana terreno y convierten a “Green Book” en un relato convencional, con pocas sorpresas, donde todo está hecho para agradar al público. Es la típica película que rescata valores y que nunca falta en las nominaciones al Oscar.
Son las actuaciones de Viggo Mortensen y Mahershala Ali las que elevan el nivel de la película. En sus cuerpos, en sus modos de hablar o de comer, ambos perfilan dos personajes antagónicos con los que uno conecta de inmediato. Mahershala Ali compone desde la mirada a un solitario, con un pesado secreto que sostener, y Mortensen se vuelve tan familiar como el vecino más querido de la cuadra. En ambas interpretaciones la película encuentra la fluidez y un encanto particular para destacar, aunque uno se da cuenta que ya ha visto esta historia muchas otras veces. No deja de llamar la atención que aunque hay dos protagonistas en la historia, ambos con la misma importancia en pantalla, sea el actor negro el que compita por el premio a mejor actor secundario en el Oscar 2019, mientras que el otro va por el premio principal.