Hace treinta años, el 11 de febrero de 1990, el “preso más famoso del mundo” salió de la cárcel. Tenía 71 años, le acompañaba su esposa y a las puertas se encontró con una muchedumbre que ni él mismo esperaba.
“Al principio no alcanzaba a distinguir lo que ocurría ante nosotros, pero cuando estábamos a unos cincuenta metros de la puerta vi una tremenda conmoción y una enorme multitud: había cientos de fotógrafos, cámaras de televisión y periodistas, además de varios miles de espectadores”, contaba el propio “Madiba” en su autobiografía, “El largo camino hacia la libertad”.
Que su salida causase semejante conmoción no solo le asombró sino que incluso le causó cierta alarma. Para él habían transcurrido algo más de 27 años de cautiverio, de trabajos forzados, de estudio en la soledad de su celda y de lejanos sueños políticos de un futuro mejor para los africanos oprimidos.
Para el mundo exterior, sin embargo, fueron casi tres décadas en las que Mandela se convirtió en el gran rostro de la resistencia contra el régimen segregacionista del “apartheid”, a una dimensión tal que su propio protagonista difícilmente podía ser consciente.
La realidad que él conocía había cambiado mucho y, en ese pequeño recorrido a pie entre la multitud, un periodista se atrevió incluso a ponerle “ante las narices un objeto, largo, oscuro y peludo” que él no sabía identificar.