Desde China lo acusaron de ser un espía británico, un agente secreto, un 007 infiltrado en las protestas de Hong Kong. Lo detuvieron y lo interrogaron durante 15 días. Más de tres meses después, en su cuenta de Facebook y ante las cámaras de la BBC y The Guardian, el protagonista de esta historia, Simon Cheng, ha confesado que fue torturado por la policía secreta china.
Y Simon cumplió. Se presentó como simpatizante del movimiento autodenominado pro democrático –según la versión de las autoridades británicas– y formó parte de los grupos de redes sociales desde donde se coordinaban las protestas, entonces mucho más pacíficas que las situaciones de extrema violencia que hemos presenciado estos días durante los enfrentamientos entre manifestantes radicales y la Policía.
Pero el pasado 8 de agosto, cuando Simon volvió a Hong Kong desde Shenzhen después de un viaje de negocios, fue detenido en el puesto fronterizo de la estación de West Kowloon. Ni su familia ni sus compañeros del consulado supieron nada más de él hasta el día 24, cuando Geng Shuang, portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores chino, confirmó que había estado detenido por haber infringido una ley de seguridad pública.